La intrusa

No la invitamos, llegó a nuestra casa un día cualquiera y se instaló para compartir nuestras vidas y no irse jamás.

Compartía nuestra mesa, nuestra comida, pero nunca tuvo la voluntad de ponerse a cocinar. Invadía nuestro cuarto de baño sin importarle la urgencia que podíamos tener en ese momento. Tampoco colaboraba con la limpieza diaria.

Era morocha y paseaba su pequeño pero gracioso y ágil cuerpo por toda la casa. Demasiado coqueta para mi gusto, pasaba el día acicalándose, con movimientos graciosos y pausados, como si nada tuviera más importancia que eso.

Siempre me causaron desconfianza los que observan sin hablar y ella, con sus grandes y expresivos ojos lo miraban todo sin perder un detalle, y sin decir una palabra. Siempre alerta a nuestros movimientos, comenzó a despertar en mí un fastidio poco común.

Con bastante descaro, no perdía oportunidad de rozar el brazo del Carde, o robar un pequeño bocado de su comida con una picardía que despertó en mi una furia asesina.

Aquel fatídico día, subí a nuestro dormitorio para avisarle que el desayuno estaba listo. La encontré allí, en nuestra cama, mirándolo con sus grandes ojos en los que pude observar un brillo libidinoso, con un descaro total.

No pude soportarlo. El instinto asesino despertado por los celos, el fastidio y el cansancio pudo más que el sentido común. La asesiné despiadadamente sin medir las consecuencias y sin importar la mancha que quedaría en nuestras sábanas.

Desde ese día, nunca más he dejado entrar una mosca en nuestra casa.